El 31 de Enero 2019 | 11:00
Tal día como hoy, un 31 de enero de 1991, llegaba a Norteamérica Harry Mason, el protagonista de uno de los mejores videojuegos de terror de todos los tiempos: 'Silent Hill'. La franquicia de Konami, una de las grandes insignias del género junto a 'Resident Evil', cumple hoy la nada desdeñable cifra de veinte años. Dos décadas deambulando por las calles de una ciudad en las que lo más importante no ha sido el miedo que hemos pasado, sino haber aprendido qué significa ese sentimiento que a menudo experimentamos cuando creemos que va a suceder algo contrario a lo que deseamos, e incluso cuando ya ha pasado eso que tanto temíamos.
Lo que no vemos
Cuando uno se pone a los mandos de un capítulo de 'Silent Hill', especialmente si fijamos la vista en las dos primeras entregas, automáticamente se da cuenta de que todo lo que en otros títulos se emplea para que el jugador llegue a la conclusión de que «le da miedo», aquí acaba relegado a un segundo plano. Porque las bestias aladas que nos acosan en un callejón, los pequeños seres que nos amenazan en los baños de la Escuela de Primaria Midwich o las inconfundibles enfermeras que nos atienden a media noche en los pasillos del Hospital Alchemilla terminan siendo, aunque parezca una locura, un desahogo. En las calles de esta ciudad, la compañía de una criatura dispuesta a poner fin a nuestra existencia puede llegar a ser una opción más positiva que la propia soledad, y esto es justo lo que hice que veinte años después, nadie haya sido capaz de entender el miedo de la misma forma en la que un día lo hizo el malogrado Team Silent.
Aunque son muchos los años que llevamos disfrutando de títulos excelsos que se acogen a esta temática como la citada franquicia de Capcom, así como otros tan laureados como 'Alone in the Dark', 'Clock Tower' o 'Project Zero', entre otros, todos acaban apostando por ese enemigo dispuesto a darnos un susto, esa puerta que no somos capaces de cruzar sin preguntarnos qué nos espera tras ella o ese alarido que no logramos ubicar. Elementos que, sin entrar en valorar si están mejor o peor ejecutados —y mucho menos en poner en tela de juicio la calidad de los mismos—, no dejan de ser elementos previsibles que en mayor o menor medida todos esperamos cuando abordamos una obra de terror, ya sea en un sillón con un mando en las manos o delante de la gran pantalla. Es precisamente en este sentido en el que 'Silent Hill' no solo se desmarca de lo que podríamos considerar «lo normal», sino que brilla con luz propia gracias a su magnífico tratamiento del miedo.
Lo que sentimos
Steve, uno de los miembros —el escritor— de la familia Crain en 'La Maldición de Hill House', define a la perfección lo que podemos experimentar en la obra de Konami gracias a una simple reflexión: «El miedo es el abandono de toda lógica, la renuncia voluntaria al sentido común». Porque la atmósfera que nos atrapa mientras recorremos las sinuosas calles de Silent Hill juegan con maestría con las sensaciones del jugador y sabe aprovechar cualquier momento de flaqueza para hacer un uso cruel de sentimientos que, lamentablemente, a todos nos toca experimentar. La pérdida de un ser querido, el sentimiento de culpa, la sed de venganza, el rencor... Elementos que a menudos nos acosan —y torturan— durante el día a día. Males aterradores que no necesitan materializarse en forma de monstruo para atormentarnos incluso a plena luz del día.
Lo que oímos
Buena parte del éxito a la hora de inculcarnos otro tipo de temor recae en el maestro Akira Yamaoka y su magistral empleo del sonido. Esa incomodidad ocasionada por los agresivos ruidos que martirizan al jugador, creándole un estado de incomodidad que roza al malestar al más puro estilo de Throbbing Gristle, la banda de música experimental que durante los años 70 dio tanto que hablar en Reino Unido. Soltar el mando en una ubicación en la que no hay un solo enemigo ni peligro que pueda poner en peligro la partida no reduce ni los niveles de tensión, ni el permanente estado de alerta que uno se ve obligado a adoptar por algo tan simple como el sonido gracias a esas melodías perturbadoras unidas a los efectos industriales que las hacen capaces de clavarse en nuestros oídos como puñales, de una manera similar a lo que ocurre si escuchamos la canción de Pueblo Lavanda haciendo uso de unos auriculares.