El terror siempre ha tenido un enorme espacio en nuestro medio. No es extraño, y es que si de algo necesita un género como este para resultar funcional es la inmersión. Atrapar a la persona entre sus redes y jugar con su mente. Algo para lo que el videojuego no solo está dispuesto, sino que destaca sobremanera.
No importa cómo lo haga. El videojuego está preparado para generar una inmersión, para crear un espacio que podemos sentir real, donde nosotros —ya sea nuestro avatar o interpretando a personaje en concreto— seamos partícipes de la escena en cuestión. 'Resident Evil 7', por ejemplo, conseguía meternos en su mundo haciendo uso de un destacable apartado audiovisual. La acción en primera persona, los efectos de sonido, la iluminación... todo juega a favor del terror inmersivo.
La anatomía del miedo
Pero el terror también puede tratarse de la forma más simple posible, sin tener que perder, por ello, la inmersión de la que hablaba. La saga 'Yomawari', formada por 'Yomawari: Night Alone' y 'Yomawari: Midnight Shadows', es el claro ejemplo de ello. De cómo el videojuego también nos puede hacer sentir miedo sin necesidad de apelar a los elementos complejos con los que cuentan algunos de sus hermanos en el género.
Y es que la franquicia de Nippon Ichi Software traslada su terror a la escena más minimalista. Sus componentes no son más que una niña pequeña, un tradicional pueblo japonés y el amparo de la noche. No son necesarios grandes trasfondos, giros de guion o el uso de imponentes efectos audiovisuales para que la magia de la inmersión haga su uso. Porque el espacio en el que se mueve es uno familiar, casi personal. Así la inmersión no solo se produce al hacernos partícipes de su mundo, sino también al tratarnos de forma directa, al leer nuestros miedos más innatos y jugar con ellos de forma inocente. Pero funcional.
Porque la inmersión en 'Yomawari', de nuevo, se basa en nuestros miedos más simples, en esos momentos en los que un paseo nocturno puede verse afectado por nuestra psique, por el temor a lo desconocido, a lo inexistente. Y es que en la obra de NIS encarnamos a una simple niña pequeña que deambula por las calles de un pueblo en busca de su perro y su hermana durante la primera entrega y en busca de su amiga perdida durante la segunda.
El juego traza lazos emocionales con nosotros. El atropello del pequeño perro Poro o la desaparición de una amiga inseparable en el preciso momento en que una inesperada mudanza pretende cortar con la amistad son los puntos de inicio. Así, después de atacar al factor emocional, las sombras de la noche son mucho más amenazantes. E incluso algo tan simple como el salir a la calle, mochila en la espalda y linterna en mano, resulta todo un periplo.
Una bolsa que se mueve, la luz de una farola que tintinea. Cualquier excusa es válida para que nos pongamos en guardia. Pero cuando interpretamos el papel que nos toca en 'Yomawari' las cosas no son tan simples. Porque el juego toma el folclore japonés y escenifica esos miedos innatos en su escena. Toma influencias del sintonismo y su 'Yaoyorozu-nokami' —la creencia de que existe una miríada de dioses o espíritus, que poseen diferentes objetos o seres— para cubrir sus calles con todo tipo de criaturas extraídas de ese miedo antiguo, de la incapacidad para explicar los sucesos naturales de otras épocas.
Algo con lo que la obra juega con coherencia. Porque el marcaje de los latidos del corazón de las chicas aumenta cada vez que un peligro se acerca y cuanto más lo hace, más complicado es correr. Así 'Yomawari' consigue una brillante inmersión, jugando con la inocencia y la incapacidad para hacer algo más que correr y alumbrar las calles con la tenue luz de una linterna, siguiendo los latidos de un agitado corazón que sufre un miedo familiar al verse rodeado de las tinieblas de la noche. Una apelación personal constante que demuestra cómo el miedo puede servirse en los frascos más pequeños sin perder un ápice de su esencia.