El 13 de Febrero 2019 | 12:00
Siempre he considerado que las valoraciones no son más que un recurso prácticamente subjetivo, basado en torno a las experiencias y consideraciones de una persona en concreto. Por supuesto, el papel del crítico va mucho más allá de ello; debemos saber ser racionales. Pero incluso así, las notas son elementos volátiles. Cifras que cambian y se transforman según los ojos de la persona que evalúe la obra en cuestión.
No menosprecio su valor. Son una importante forma de emitir juicios en un idioma que todos entendemos. Concisas, entendibles y claramente representativas. Sin embargo, no dejan de ser las huellas que estas obras dejan en nosotros. Y es innegable que la que ha dejado 'Wargroove' en mí es inmensamente grande. Tanto que no dudo lo más mínimo en celebrar su originalidad con la nota perfecta.
Más allá de la estrategia
Es innegable también —o eso me propongo yo, mientras discuto estas palabras con el papel— que no solemos identificar la valoración máxima con un título que nace del más puro minimalismo en un formato colorido y entrañable que queda demasiado lejos del oeste de 'Red Dead Redemption 2' o las anchas tierras de Hyrule en 'The Legend of Zelda: Breath of the Wild'.
Lejos de entrar en forzosas comparaciones y vacuas discusiones por ver que GOTY tiene la letra 'o' más grande, siento que 'Wargroove' es más que un diez a la originalidad, a la nostalgia o a su sistema jugable. Es un todo, único e incomparable que representa la maestría de Chucklefish a la hora de construir este pequeño título independiente capaz de hacerme recordar el porqué jugamos. Porque su obra va más allá de los entendimientos técnicos, sin necesidad de entrar en complejos sistemas, entramados argumentales o árboles de habilidades del tamaño de un roble centenario.
No significa que reniegue de todas esas virtudes, pero lo cierto es que si no dudo en meter las manos al fuego por 'Wargroove' es porque logra convertirse en una gran entrega sin necesidad de recurrir a más elementos que los que él mismo cree necesarios. Y es aquí, en su minimalismo, en su simpleza, en el carisma con el que juega cada una de sus piezas, donde reside su mayor virtud.
Quizás llegue al final de este texto sin afirmar el por qué le he puesto un diez a 'Wargroove'. Quizás sea, simplemente, muestra de esa subjetividad inherente que marca a la crítica periodística y la hace siempre tan única y original en manos de quien la esgrime. Pero, incluso así, sé que más allá de ello nos encontramos ante una pequeña carta de amor al videojuego. Repleta de nostalgia, de aquellos días de niño sujetando una Game Boy como el mayor tesoro existente. Pero una que también contempla el humor, el reto, la superación y, especialmente, la importancia de los valores sociales. Del compartir y recibir. De hacer de esta pasión algo fruto de todos y no solo de uno.
Al final son muchos los motivos que me llevan a enmarcarlo en esta nota perfecta. Muchos surgen en su particular análisis. Otros se dan cita en este bullicio de frágiles cavilaciones. Pero todos ellos convergen en el mismo punto, en una pequeña entrega de gran corazón y en la promesa de que el videojuego es mucho más de lo que aparenta. Lejos de buscar el reconocimiento de otros sobre mi valoración, si la crítica o esta justificación abren las puertas de la obra a una sola persona esa nota vale todo lo que ha conseguido hacer sentir y más.