Había algo en Ghost of Tsushima que se rompió con mis primeros minutos de juego. Su estética, su comportamiento; esa capacidad para mimetizar no tanto la historia sino la forma en la que entendemos —y queremos entender— esta misma historia. Ghost of Tsushima, al menos en mi cabeza, destilaba una forma capaz de romper con la hegemonía del videojuego clásico y formulaico para afianzarse en unas raíces narrativas y mecánicas más propias del ideal que plantean sus líneas.
Adopta la postura de la piedra, me decían. El honor del samurai, un concepto muy propio del juego, se encuentra en cómo se enfrentan las batallas. Pero la mítica katana del Clan Sakai no depende tanto del honor de Jin, sino de cuanto hayas invertido en el espadero y el traje que decidas equipar en las batallas. También afecta, por supuesto, el número de puntos que hayas invertido en árboles de habilidades y las bolsas de provisiones que hayas incautado a lo largo de la aventura. Y el honor del samurai volvió a perderse entre estadísticas y puntos en el mapa.
Una dicotomía de mecánicas y leyes
Eso que se rompe en Ghost of Tsushima es la elegancia de la que el título intenta hacer apología de forma casi constante. Es la dicotomía entre ser lo que Sucker Punch quiere que sea y lo que el medio, quiero pensar, le obliga a ser. La dicotomía entre imitar los compases de Akira Kurosawa en los que se inspira y desterrarnos a un menú repleto de botones donde ser samurai se basa en activar nuevas y más definitivas habilidades. En el hecho de rezar ante santuarios para conseguir nuevas ranuras de objetos y convertir el haiku en algo secundario, pensado para ofrecer piezas estéticas. En la lucha constante entre su narrativa mecánica y el hecho de ser una muestra aesthetic de lo que puede lograr PlayStation 5.
Y digo que es una dicotomía porque, pese a los constantes obstáculos que encuentro en la historia de Jin, también me quedo parado, mirando fijamente la pantalla y repitiendo la escena mentalmente, en los segundos previos a un duelo — uno de los estandartes del juego y donde, realmente, consigue exprimir su idea. Porque entre visitas a la herrería y recolecciones de bambú me siento a escuchar un músico relatar una antigua leyenda o paro a salvar a un anciana en apuros que relata la historia de un grupo de supervivientes que preparan un ataque, a la desesperada, contra el ejército invasor de la isla. Y me lo creo.
Porque bajo sus complementos, Ghost of Tsushima brilla por mostrar una parte de lo que realmente sueña con ser. Tu historia —la historia de Jin— crece con el tiempo y no solo con tu habilidad. No subes de niveles, sino que es tu notoriedad, la forma en la que te conviertes en "el fantasma" la que se traduce en cambios mecánicos. La forma en la que el pueblo se dirige, no solo a su protagonista, sino también a sus compañeros y enemigos. Un juego de percepciones bien encajado que da con un acting logrado, siempre acompasado por una puesta en escena, bien por su banda sonora, bien por su imaginario, que capta la esencia de un Japón imaginario pero efectivo.
Hay una diferencia abismal entre los inicios de Ghost of Tsushima y los pasos intermedios. El viaje entre ambos puntos es, por desgracia, de manual, pero no quita que sea una transformación genuina. Azotado por sus miedos y anclado a lo estrictamente funcional, Tsushima peca, a mi parecer, de ocultar sus principales fortalezas en los elementos que definen el triple a por naturaleza. Y, sin embargo, su uso de la oralidad y su constante esfuerzo por resultar una versión aesthetic japonesa del mundo abierto y las aventuras clónicas acaba por despertar en él un brillo propio. Uno que, quizás, acabe limitado a pequeños momentos. A sus historietas, sus duelos, sus paseos por praderas a la luz del atardecer. Pero momentos, al fin y al cabo.