El 10 de Febrero 2020 | 18:00
«Planta tus raíces en la tierra y vive con el viento. Aúna las semillas en verano y canta con los pájaros en primavera».
La relación del ser humano y la naturaleza siempre ha ejercido de fuente de inspiración. Lo que nos ofrece, lo que le quitamos. Lo que hemos aprendido de ella y de su abrazo. Porque la naturaleza es, esencia, la propia representación de la vida y, como tal, supone un eslabón indudable en la arquitectura de la fantasía.
Es también, la naturaleza, la inspiradora del film que suponía la primera piedra del legado de Studio Ghibli. Un estudio de animación capaz de atravesar fronteras y marcar un hito en nuestra historia que veía, a través de la inspiración de Hayao Miyazaki, un punto a explorar en la relación entre el hombre y la naturaleza.
Más allá de la tierra, más allá del cielo
Pero 'El castillo en el cielo' es algo más que el fruto de esta conexión. Hablamos de una obra ideada a mediados de los años ochenta que se atrevía a esgrimir la crítica como bandera utilizando la fantasía como representativo de un ideal pacifista que, pese a seguir los esquemas clásicos del género, tiende a trazar caminos alternos y atravesar muros en un conjunto de mecánicas que serían, más tarde, identificativas del trabajo del director y su estudio.
Así, dejando sus inspiraciones de lado, 'El castillo en el cielo' pone la vista en Pazu, un joven huérfano de una aldea minera que ve caer del cielo a Sheeta, una chica poseedora de un poder ancestral. Una idea simple que entrelaza el destino de ambos personajes y sitúa, ya desde un primer momento, un interés romántico que edifica su evolución como parte y, prácticamente corazón de la obra. Es un punto simple, que evoluciona de forma discreta pero firme y sincera, ideando valores capaces de conectar a sus protagonistas a través del cariño y el descubrimiento.
«Entonces... los dos somos huérfanos, ¿no?»
A través de esta primera chispa se desarrolla el plantel de la obra a través de un entramado de críticas y exploraciones fantásticas que nos pone en la piel de los chicos mientras escapan de un grupo de piratas del cielo y del propio gobierno militar del país. Cada uno de ellos teniendo como objetivo a Sheeta y su legado, fruto de leyendas que apuntan a un reino ancestral situado en los cielos. El reino de Laputa.
Una dualidad implícita
A través de esos conceptos, Miyazaki juega constantemente con una dualidad que parte su escenario en dos. El pacifismo y la codicia del hombre por el poder militar será la dicotomía perfecta para escenificar su crítica principal pero, por supuesto, hay mucho más que eso. En contradicción, y de nuevo, encontramos a nuestros protagonistas, los únicos puntos capaces de representar la unión en una visión que separa constantemente sus ideales.
Lo encontramos, primero, a través del mundo que presenta el director. Un trabajo de worldbuilding que supone sus líneas sobre la revolución industrial, poniendo parte de su enfoque en la estética steampunk y realizando claras diferenciaciones entre los vehículos voladores que presenta la obra y la aldea minera de Pazu, así como los constantes e idílicos espacios naturales que vemos en el hogar de Sheeta.
A ello se suma la imagen del propio hombre. La militarización es la más notable de ellas, representando el poder destructivo del mundo. No solo con la naturaleza, sino incluso consigo mismo. En contraposición no sólo encontramos a Sheeta y las enseñanzas de su abuela (es importante también conocer los hechizos malos), sino que podemos fijarnos incluso en el pueblo minero, aislado de la tecnología y trabajando, como podemos ver en la pelea contra los piratas de Dola, de forma conjunta. Un ejemplo que también pesa en esta constante dualidad, que representa a los maleantes como parte del conflicto en su inicio pero que acoge luego sobre los ideales de sus protagonistas, deshumanizando al ejército y sus prácticas en un punto comparativo.
Por encima de todos y como representación de un todo, se encuentra la idea de Laputa. La idea de una civilización perdida con un poder destructivo inmenso. El lado del hombre. Pero también el verdadero legado de Sheeta, el imaginario de un lugar apartado de la podredumbre del ser humano y bendecido con el poder de la naturaleza. Un lugar que sus propios habitantes —con motivos que, por el bien de su objeto narrativo, la obra prefiere obviar— abandonan con la esperanza de cambiar el transcurso de una especie abocada a la destrucción y la muerte.
A través de los ojos del pacifismo
Esa dualidad, la que Hayao Miyazaki teje a lo largo de prácticamente todo el film, es la que supone el verdadero crescendo de la obra con su llegada al reino perdido y todo lo que ello conlleva. Un camino que nos lleva a través de todas estas dualidades, que nos muestra el autoritarismo y sometimiento del ser humano en escenas como la del ataque al robot de Laputa y su codicia infinita al llegar a las tierras del cielo.
Una dualidad que se ve representada, en su mayor esplendor, a través de la imagen externa al ser humano. A ese robot que, siglos y siglos después de que los habitantes del lugar lo abandonasen, permanece cuidando las plantas y animales del místico lugar. La pura imagen de un pacifismo inherente que se asocia, las tantas de las veces, con una imagen ajena al ser humano. Y es que, al final, la imagen de Laputa no es más que una recurrente, que nos advierte y señala los errores del hombre.
Una de la que Sheeta acaba siendo partidaria, representando la idea del pacifismo y la decisión de destruir Laputa y todo lo que conlleva. En contraposición, Mushka aparece como uno de los escasos villanos que el estudio acoge en sus líneas. Rey de un reino sin habitantes, monarca de un destino perdido que acaba convirtiéndose en metáfora de la crítica de Miyazaki, terminando su vida ciego y abandonado ante la idea de la muerte.
Así el director establece una crítica constante que, si bien se ve claramente enmarcada en los últimos minutos del metraje, no pretende tanto criticar la tecnología y el poder del hombre, sino la naturaleza del mismo. Nuestro aciaga forma de buscar el poder y someter al mundo a nuestras leyes sin aceptar las suyas. 'El castillo en el cielo' es, en todo momento, una obra que habla sobre la conexión espiritual entre el hombre y la naturaleza, pero también de cómo somos nosotros los que nos encontramos ante un futuro autoimpuesto al romper el equilibrio.
Una obra transgresora
Así, de nuevo, 'El castillo en el cielo' supone más que una crítica. Es un legado. Un título que supone mucho de los puntos que luego se extenderán a lo largo de las obras del estudio y que resulta especialmente transgresor a través de la definición de lo que supuso para su época. No solo en la forma en la que la obra explora el lado más místico de nuestra conexión con la naturaleza o la crítica sobre el paso del hombre sobre la misma —algo a lo que Miyazaki dedicará, especialmente, 'La princesa Mononoke'— sino también la forma en la que observa a sus protagonistas.
La conexión entre Pazu y Sheeta es el punto más distintivo del mismo, pero podemos verlo a lo largo de la obra y a través de diferentes ejemplos. Está la idea de la unidad minera o la transposición de los ideales de Dola y los suyos contra la imagen del ejército y su imposición. Pero por encima de ello, es destacable la importancia de la figura femenina a través de la visión de la obra. La propia capitana es un gran ejemplo de ello, líder de un grupo de hombres e imagen de la fuerza matriarcal. Pero también resulta obligatorio resaltar la imagen de Sheeta, una mujer que no necesita de la ayuda de un hombre y que, en sus momentos finales, planta a cara a Mushka a través de una escena para el recuerdo, donde la chica pierde sus dos trenzas como idea del empoderamiento femenino frente a las coacciones del villano.
Detalles que se suman a un complejo conglomerado imaginativo diseñado por el director japonés que convierte a 'El castillo en el cielo' en una obra transgresora, de la que podemos y debemos seguir hablando más de treinta años después de su estreno original. El ideario de Hayao Miyazaki, el debut de Joe Hisaishi con una espectacular banda sonora que sabe tan bien cuando apagarse como cuando ejecutar un sonoro crescendo y un apartado artístico sin igual son parte de este legado que, tantos años después seguimos recordando y alabando. Una obra para el recuerdo que, a su vez, debería servirnos como recordatorio de nuestra tendencia a caer en los errores de nuestros antepasados.
«Por muchas armas que poseas, por muchos robots que tengas a tu servicio... ¡no puedes vivir apartado de la tierra!»
Lo mejor:
- El imaginario y la narrativa de Hayao Miyazaki.
- Su apartado audiovisual, destacando especialmente la banda sonora de Joe Hisaishi.
- La capacidad de su autora para enfatizar y empatizar con sus personajes.
Lo peor:
- Su narrativa no consigue alcanzar el nivel de profundidad que parece proponerse.